El siguiente es el Discurso de Grado de Médicos... a mis compañeritos, compartir con ustedes mi formación fue un gran regalo de la vida...
Universidad de La Sabana, Promoción 2012-1
Sin saber lo que
significaba,
Transitar éste camino juntos,
Firmamos el contrato de
convertirnos en aprendices de un arte que no se aprende en menos de 6 años.
Cada uno de nosotros,
Resultado de otro juego de
azar,
Del azar de nuestros padres
y madres,
Que alguna vez quisieron un
hijo,
Y ese hijo es hoy médico…
Pues sólo de una idea,
Con una emoción profunda y
una semilla esencialmente amorosa,
Se concreta en un hecho tan
claro,
Como el que cada uno de
nosotros exista.
Y una semilla fue lo que alguna
vez inspiró a una civilización para tratar de materializar un sentimiento…
La Semilla del Silfio, extinta planta en nuestros días, conocida por sus
usos medicinales, aparecía en más de un grabado en piedra y en la decoración en
los frescos de la Era Minoana.
Posterior a esta semilla de
forma particular, encontramos en la naturaleza otras representaciones que
coinciden con la de ésta semilla.
La hoja
del higo e incluso la hiedra, mostrando surcos en sus hojas, creando 4
divisiones en ella, 4 cámaras de un órgano, al que se le atribuyen las
emociones más fuertes e intensas.
No con menos similitud, el árbol Bodhi, donde cuenta la historia que Buda
alcanzó la Iluminación, árbol de cuyas hojas nos recuerdan un símbolo que
comprende nuestra mente inconsciente e incluso todo nuestro ser viviente.
Casualidad histórica, donde
el Cáliz o los Cuencos, eran encontrados en la escudería de los grandes linajes
europeos o hasta en los palos de las
barajas, los cuales fueron reemplazados por ese símbolo que hoy en día se
expresa por sí solo y no necesita explicación.
Incluso su figura se crea
entre los cuellos unidos de 2 cisnes, donde
nuevamente reaparece el símbolo y como último ejemplo de éste, no sobraría
nombrar el Monte de Venus femenino, asiento
de creación en la fertilidad.
Somos pues una semilla, en
un orden perfecto, que escogimos un camino para transitar, sembrada en un
terreno que debe ser idóneo para germinar, pues para obtener la mejor cosecha
se debe escoger un terreno que merezca acoger y cuidar ésta preciada siembra.
Y al llegar a estudiar
medicina, pretendiendo que se nos enseñaran ese mar infinito del conocimiento,
en la inocencia del aprendiz y la emoción de un arbusto en crecimiento, como
esponjas ávidas de discernimiento, absorbiendo todo cuanto fuera posible,
forjando nuestro tronco, el cual cada vez es más firme y estructurado de
entendimiento.
Continuamos así el
recorrido, desplegándose del tronco, esas ramas, las cuales crecieron haciendo
paso a las adversidades, manteniendo el ritmo y la cadencia por el sustento de
nuestro entorno: padres, madres, hermanos de sangre y hermanos de alma,
relaciones, algunas pasajeras y otras duraderas…
Entendemos pues que la única
fortaleza surge del Centro de cada tronco, de cada uno, para mantener la
exigencia y soportar la presión. El árbol continúa en crecimiento pero hay algo
que empieza a comprender:
¿Qué es el conocimiento por
sí mismo? ¿Sujeto de la vanidad o el ego?
La explicación de los
siguientes caracteres en mandarín diferencia esto muy bien:
Conocimiento es la capacidad de aprender, conocer y
experimentar, fijando la información en una mente racional, pero la sabiduría es ese saber que pasa a través del corazón, para
así labrarse y convertirse en la verdadera necesidad de nuestros pacientes,
pues un conocimiento sin corazón es sólo un vacío que busca una salida sin
razón.
El corazón, es el inicio,
representado como la semilla de la que hablé y a la vez es el resultado, la
hoja que antes comenté, corazón que nos permite conectar con el ser que se
encuentra frente a nosotros. Ese ser que busca nuestra asistencia, ese paciente
que también es el resultado perfecto del azar, para que nuestra mente unificada
al corazón aprenda una lección que consolidará el libro con la realidad.
El mal que le aqueja al
paciente es más que sólo una fisiopatología que debe ser solucionada. Es una
compleja encrucijada de múltiples sistemas, que ahora, a través de la
enfermedad, aflora como su problema principal y se manifiesta con la capa más
superficial.
Alguna vez le pregunté a una
niña de 4 años qué significaba para ella la sensibilidad. Ella contestó: “es cuando mi corazón está abierto y puede
conectarse con todos los otros corazones y eso es ser sensible”. Ella no tiene
el conocimiento, pero si una insondable sabiduría inherente a su esencia, que
se conecta para definir un concepto que a veces es muy difícil mantener latente
en nuestra rutina. Sería correcto explicar la capacidad de empatía ideal entre
el médico y el paciente a través de la perspectiva de los chinos que expliqué
anteriormente, ya que para ellos no existe la mente y se denomina “inteligente”
como aquel que cuenta con un gran corazón.
Entonces, no busco el cliché
de la frase “abre tu corazón”, o de un programa de televisión “A Corazón
Abierto” o cualquier frase cursi de cajón, sino un genuino sentimiento que nos
hace percibir como si éste atuendo físico, este vehículo de nuestra alma, esta
capa visible a los ojos, realmente tuviera un sentido menos efímero.
Es el corazón, no
necesariamente el físico, el que permite una relación con nosotros mismos, con
nuestro medio y el que realmente necesitan nuestros pacientes, pues curar es
una habilidad pero sanar es un arte. Entendiendo que sanar no siempre resulta
en el desenlace que como humanos anhelamos. Sanar para nosotros mismos y
nuestros pacientes es en la medida de lo justo y adecuado para el crecimiento y
evolución del conductor de éste vehículo, el habitante de éste árbol.
Siempre me pregunté qué tan
bonito puede ser “evolucionar” al paciente, pues en contexto, los médicos
entendemos a qué se refiere éste término; pero en el sentido más literal,
evolucionar es precisamente lo que queremos de nuestra existencia y es aquí
donde comprendemos que los médicos no somos más que un accidente en la vida del
otro y que somos simplemente, como dice cierta canción, “instrumentos de paz”
para la sanación.
Regresando al árbol en
formación que somos, producto de una semilla amorosa de nuestras raíces,
nuestros padres, y producto del cuidado y guía de nuestros profesores y
mentores, le encuentro el sentido al resultado de éste árbol: unas hojas de
higo, de hiedra o de árbol Bodhi. En occidente, estas hojas en forma de corazón
como símbolo de fe y coraje y para los seguidores de Buda, hojas en forma de
corazón como símbolo de iluminación. El corazón, como se dibuja en mandarín, es un cuenco, una vasija, un asiento para recibir
la Luz, ese puente de comunicación con el mundo celeste que guía nuestros pasos
y nuestra intuición.
Cada árbol, un complejo universo, ninguno aislado del otro,
todos parte de un mismo bosque, parte de una unidad que pertenece a un Orden
Mayor de la Divinidad, producto de una semilla, y a la vez generadores de otras
semillas y sembradores a futuro, retroalimentando el eterno Árbol de la Vida,
con un ferviente fuego del corazón. Como el Sagrado Corazón que nos recuerda como transformar madera en
calor, masa en alimento, oscuridad en Luz.
Una llamita que arde en el centro de
nosotros, que mediante la bondad y el amor eterno, nos permite hacer de nuestra
profesión un constante servicio. Un servicio que se brinda enraizando nuestro
ser al momento presente, dejando morir el pasado momento a momento, creando
soluciones desde la comprensión de la necesidad del otro, manteniendo siempre
nuestro centro esencial en lo simple y ordinario, jamás endiosando nuestro
conocimiento y manteniendo nuestra humanidad, sirviendo en el silencio del
corazón y la bondad del amor, comunicando nuestra voz a los pacientes de una
forma sensata y compasiva para compartir la información de la mejor manera
posible, transformando la sabiduría mediante la intuición y el juicio médico
del clínico que sólo a través de la práctica se convierte en arte y finalmente
permitiendo que todo aquello que construimos se pueda derrumbar y desde el
fuego del amor como el de una zarza “que
ardía y no se consumía” volvamos a construir todo desde el inicio, como en el origen
en donde éramos la Nada o la vacuidad.
Y sin más que decir, siempre dar “gracias”, que se puede definir como
una expresión de la palabra y el cuerpo de una manera equilibrada, pues cada
ventisca fortalece la madera y cada lección engrandece nuestra alma, y a pesar
del dolor que nos haya causado la lección, siempre sanamos y con una cicatriz
de amor, se plasma la sabiduría como un tatuaje en el corazón.
Por eso, debemos recordar
que nuestro aprendizaje termina el día que cesa nuestra existencia y que lo
único permanente es el cambio, entregando nuestra esencia para ser aprendices
del camino y estudiantes de la vida con humildad y templanza…
Termino con la frase del
poema Invictus de William Ernest
Henley, la cual repitió diariamente Nelson Mandela, tras 27 años en prisión y
sin resentimiento al mundo, afirmó:
“Soy el amo de mi destino,
soy el Capitán de mi Alma”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario